"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)

martes, 28 de junio de 2011

El Espanto

La primera parte de esta etapa nueva, que aún a pesar de lo atractivo que una nueva etapa pueda ser, no conseguía ser estimulante bajo ningun concepto. Una densa nube negra se cernía permanentemente sobre mi cabeza, ominosa y turbulenta.

Recuerdo subir la barranca para ir al colegio. Mirar el tanque de agua en la punta de la loma deseando poder pensar que era linda y que mi mente se distrajera un poco. Casi consigo ese efecto al llegar el primer día al colegio y ver en la puerta escrito en piedra nada más ni nada menos mi propio nombre. Fue como en las películas de ficción como cuando te chupan extraterrestres y empezás a ver todo bajo una perspectiva veloz. Pero no había ninguna verdad nueva con estos descubrimientos.

El ritmo lo marcaban los informes de los médicos sobre el estado de salud de mi padre. Nunca eran buenas las noticias. Sí nos alegrábamos con pequeños avances. De hecho fue el único avance, a pocos días de haber sufrido el accidente: abrió los ojos. Desde ese momento, hasta 1312 días más tarde, su situación casi no variaría, y miraría al mundo con sus ojos color añil y ninguna expresión en el rostro nunca jamás.

jueves, 23 de junio de 2011

El comienzo del espanto

Alguien apareció en la cancha trayendo una puerta sacada de quicio. ¿Cómo alguien pudo pensar en qué hacer?

Yo no me atrevía a acercarme al lugar de los hechos. Pero lentamente, fui superando una fuerza invisible que me retraía del lugar. Hasta que alguien me sacó del lugar de los hechos.

Aún así ví como ponían a mi padre sobre esa puerta. Despues no sé si vino una ambulancia o lo llevaron a Mar del Plata. Allí lo internaron en la Clínica Privada. Pasó una semana sin noticias, cuando a eso del sexto día vino la primera 'buena noticia'. "Abrió los ojos".

En el interin se sucedieron un montón de planes logísticos entre los que se contó que nos mudaríamos a vivir a Mar del Plata a la casa de una amiga de mi abuela, esperando a ver qué sucedería. No lo podían mover ni había nada que hacer. Primero anunciaban: "esperar 24 horas" luego 48 horas, luego 72 horas. Paso a paso en un calvario imposible de imaginar.

Había cierta alegría de mudarse a una casa soñada en un lindo barrio. Y bastante inquietud de empezar a ir a un colegio nuevo. No se sabía nada. No se sabía ni nadie decía qué pasaría, hasta cuándo duraría.

En el colegio percibía una muda solidaridad. Todos nos miraban expectantes, y nos sentíamos un poco alienígenas por lo que nos estaba pasando. Mientras tanto yo me sentía como me sentiría muchas veces a lo largo de mi vida. Alguien que mira una película que no entiende, que es demasiado dolorosa, y paralizada por el espanto.

Todos esos meses se caracterizaban por una tensa espera, por la compañía magnífica de una inmensa y muy unida familia que apenas hacía mas tolerable una realidad lacerante.

El único recuerdo grato era patinar en la barranca de la calle San Lorenzo y las idas a la playa después del colegio a jugar al truco y a fumar. Fumar ya no era un atrevimiento pecaminoso sino casi un merecimiento algo salvador.

miércoles, 22 de junio de 2011

Papote

Después de una infancia muy feliz, llena de música y alegría, un verano en 1975, de esos veranos que casi aburrían y ya eran más otoño que estío todo se derrumbó de manera tal que nuestras vidas no volverían a ser las mismas.

Apurábamos todos las últimas veladas, las últimas idas a la playa, los ultimos chapuzones en el tanque australiano, las últimas 'escondidas'. Aparecía cierta inquietud por las tardes, que nos recordaban que nuestros veraneos llegaban a su fin. Aún cuando muchas veces hasta nos aburríamos de jugar a los aviones, montados en las ramas bajas de los abetos, y de hacer guerras de bellotas y de bosta seca (y a veces no tanto), siempre era no sin cierta amargura que dejábamos esa vieja estancia que había albergado tantas generaciones. Los amigos de la familia eran bienvenidos y partían felicitándonos por la concordia entre tantas personas de diferentes generaciones.

Esa tarde, como muchas otras, ya empezaba a refrescar un poco, y nos sentábamos en los capot de los autos, que conservaban el calorcito del motor por un rato. Los caballos corrían casi desaforadamente de un extremo a otro. Los jinetes también sacaban espuma por la boca en ocasiones. La adrenalina corría libremente. Y la diferencia de las generaciones no siempre se respetaba, fruto de la intoxicación hormonal y a veces alcohólica.

Estaba mirando el partido más o menos anodinamente, como si fuera uno más de los tantos que ví en mis 14 apenas años de existencia, acostumbrada a ver a mi padre sudar tanto como sus yeguas. La Barbarella y la Flecha eran sus preferidas. Y de repente un desaforado pechazo por la derecha hizo volar a mi padre por el aire, y cayó sentado. La nuca pegó un chicotazo contra el piso y ahí quedó inerte.

Ví a mi madre, que hasta entonces estaba sentada al lado mío con su pelo batido y su cigarrillo Peter Stuyvesant, salir corriendo como un rayo, mientras perdía los zapatos por el camino. Podría asegurarse que vio su vida desvanecerse frente a sus ojos. El destino le daría la razón.

viernes, 17 de junio de 2011

Full Circle again

Habiendo llegado a la edad provecta, he tomado al toro por las astas y he encarado una revisión existencial y física.

Empecé por hacerme un chequeo médico general, fruto del cual intentaré dejar de fumar, mover más el orto, y sacarme las innumerables piedras alojadas en la vesícula. Sin embargo, las que tengo en las glándulas salivares, no logran interesar a nadie. En el proceso de pedir turno con un cirujano (puaj) me topé con un nombre que desencadenó una cascada de recuerdos que con tanto esfuerzo contengo en el fondo más recóndito de mi materia grisácea desde mis años adolescentes.

Al Dr. Brea lo oí nombrar durante por lo menos 3 años y 7 meses. El Dr. Brea era como una referencia monumental y mítica para María Casais. María Casais era una enfermera gallega que había trabajado con el Dr. Brea, si no recuerdo mal, en el Hospital Británico. María Casais era de Finisterre. Era la persona más austera, dura, aguantadora, sólida, entregada y abnegada que conocí en mi vida. Probablemente un poco más que mi propia madre, que no se quedaba corta en la cuenta de esa cualidades. Ahora, el hecho de haber traído estas cosas a la memoria da pie a que empiece a vomitar una cadena interminable de cosas tremendas, que a lo largo de todo este no tan corto blog, he evitado con éxito.

Pero este es el anuncio. Iré acometiendo esa serie nefasta, negra y dolorosa en dosis homeopáticas. Quizá llegó el momento de hacerlo.