Dentro de los propósitos que me fijé -con bastante desgano- para este año que empezó, en el primer lugar estaba dejar de fumar, cosa que he logrado hacen dos meses y medio.
Otro, que se repetía en mi lista desde hace años, y al cual no le ponía demasiada atención hasta que se hizo lugar en los primeros puestos, era escribir. Escribir algo. Sin pretensiones, sin censuras. Sólo escribir, hacer caso de eso que me salía en todos los tests vocacionales de mi adolescencia, eso que se colaba en mi mente sin saber de dónde venía. Y que cada vez que lo hacía me parecía que no me salía nada mal. Es más, cuando escribía relatos de mis viajes o aquí mismo, alguna ponderación recibía.
Pues heme aquí, recién vuelta, por primera vez en mi vida, de un taller de escritura. Esta mañana, presa del pánico más animal y buscando la estúpida excusa del temporal, casi no voy. Pero al final conseguí forzarme a mí misma y volver victoriosa de una misión que me parecía horrible por lo difícil.
Esta fue mi primera contribución, siguiendo la consigna de escribir, como Nick Hornby, una lista de mis 5 (favoritos?) novios.
Y claro, la literatura al final es casi siempre sobre el amor.
Voilá:
El escocés. Una tarde oscura de
invierno, encerrada en el cuartito de la computadora, sintiendo que todo el
mundo estaba con alguien, ocupados, divertidos o no, me encontré surfeando la
internet. Era la prehistoria de la red. Apenas había aparecido. La conexión era
vía una línea de teléfono. Hacía ese ruidito que sonaba un poco a pito y un
poco a pájaro. Sólo que más electrónico. La paciencia era fundamental. Era un
ejercicio prácticamente inaudito. Pero el interés tiene pies. Así que, reprogramando la mente y el cuerpo, la mirada fija en el monitor, me aboqué a
completar los cientos de casilleros que me separaban de mi hombre ideal. El
bombero de Montana no me sedujo. Nunca me dejé fascinar por los uniformes ni
por los servidores públicos, pero cuando leí que el sistema había arrojado, aún
a pesar sus precarios algoritmos, un especialista en programación de
ordenadores con una lista de libros que comprendía gran parte de la literatura
clásica y moderna, casi fue una epifanía. Y era escocés. Esa nación que, en el
fondo de mi alma, bullía con pocos ingredientes, pero a fuego lento y antiguo,
a la lumbre de los genes y de la imaginación, esperando que una ocasión
inopinada apareciera y detonara una relación profunda, larga, íntima, estrecha,
vital, innegable e imposible de abandonar.
El arquitecto. Prefiero que las cosas
no me sucedan, sino provocarlas. Pero esta vez fue el primer caso. Después de un tiempo que no puedo precisar,
finalmente un día, llegó a mi atención un mensaje que se repetía con una insistencia
menor a la que me podría haber molestado, razón por la cual finalmente lo
advertí, y más aún, contesté. Aún sabiendo que podía ser peligroso. Como el
agua, que se mete donde puede, sin pedir permiso, sin violencia, pero sin
demoras e inexorablemente, me dio amor, cariño, sexo sin prisa, sin
competición, sin alarde, sin libertad,
sin prejuicios, sin esquemas. Al final, mientras no hable se parece bastante a
la felicidad, suponiendo que eso sea encontrar lo que uno cree querer. Tiene el
hábito de mirarme a los ojos, a veces con una fijeza vacía de –le digo- asesino
serial. Devolver su mirada es como hacer la plancha en el mar caribe. Un azul
tan profundo que parece verde, en el cual me gusta perderme hasta desear que
nunca más nadie me encuentre. Pero no me
gusta que me hable. Porque no entiendo su humor, demasiado absurdo para mi
literalidad, sus motivos ni sus excusas. Mucho mejor es verlo en acción y
editar todo lo demás.
El castigo. Es un amor platónico, pero
no por eso menos real o menos fuerte. La primera vez que caminé por el pasillo
largo y angosto del famoso y antiguo estudio de abogados, con su alfombra vieja
y manchada, los paneles de cedro lustrado a la goma laca muñeca, como se hacía
antes, porque ya nadie tiene oficio, el primero de varios que me llamó para
conocernos y conversar, fue el de la primer oficina a la izquierda, la de
Wolfie. Y habíamos sido vecinos en el
mismo edificio, aunque a destiempo. Como todo el resto de nuestra relación. Nos
conocimos cuando él ya había puesto primera en su vida. Más bien cuando ya
estaba en 4ª y pronto a entrar en la velocidad crucero en la que se mantiene
desde ese entonces, hace veinte años. O más. No obstantes todos los obstantes
entre medio, cada vez que nos vemos no podemos dejar de mirarnos profundamente,
aún cuando hablemos de cualquier tema. Por ejemplo de la vejez, del trabajo, de
las malas elecciones de nuestros amigos comunes… Su mujer sostiene que me tiene
celos pero que no se preocupa porque me conoce. Lo que no sabe es que no me
conoce tan bien, ya que si yo tuviera la ocasión, ella posiblemente habría de
lamentarlo.
El
ingeniero Para no contrariar a Freud mi primer novio fue un ingeniero,
igual que mi padre. Su cara redonda, su boquita minúscula, sus ojos grandes
pero sobre todo su confiabilidad fue lo que me ganó de entrada. Que me viniera
a buscar a las 9 en punto cuando había dicho a las 9 te busco me generaba un
estado de maravillosa excitación que jamás le confesé. No fuera que supiera con
qué poco me tenía. Lástima que le faltó amor. No en intensidad, sino en
duración. Sentí que se sumió en un sopor indiferente que me ofendió en lo más
profundo. Aunque el sexo haya sido probablemente el que más me haya
gustado. Era un buen candidato:
atractivo sin estridencias, caballero y cariñoso, buen amante y trabajador.
Pero me cambió por un barco. El día que me di cuenta que lo único que le hacía
brillar los ojos era navegar, ese mismo día en que me di cuenta que no me
quería así de tanto, me di por vencida y lo dejé.
El
franchute. Es verdad que el tamaño importa. Quien diga lo contrario miente.
No sé si es cierto que el tamaño de la nariz, las manos o los pies y otros
miembros se corresponden, pero tiendo a pensar que es verdad, como así también
es verdad que más es mejor que menos. Y también confirmé esa teoría que no sé
siquiera si existe, aunque debería, que los franceses son los mejores amantes.
El mismo amor que tienen por el buen vivir, la buena comida, los buenos vinos,
el rico pan, el queso y todos los otros grandes placeres hedonistas, transpira en un arte de amar que no se parece al de nadie que yo haya conocido en mi no
poca experiencia. Olvídense de los judíos; aunque me faltó un psicólogo. Claro que el problema fue, precisamente en
que era francés. Y esta vez como sinónimo de amoral, mentiroso, y pelotudo. Me
costó perder su compañía, su cocina, su amor y sus grandes manos.