"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)

lunes, 24 de febrero de 2014

Yo nunca fui a Paris No se lo que es New York

Yo nací en Gualeguaychú
Y no sé si solo yo o tu
Vivo confinada y lo odio
No llego al espejo porque está alto
Mil recuerdos me acompañan
Heridas, cicatrices, medallas y condecoraciones
Que me recuerdan cosas que quiero recordar
Pero jamás las que quiero olvidar
Esas están enterradas bien adentro
En un bunker hermético
Oscuro tieso y negro
Hasta que se desintegran
En penitencia, por haberse portado mal
Yo no tengo nada, o por lo menos lo ignoro
Aunque siempre tenga la música, las flores y los olores
Y los colores y el amor

La rutina la odio aunque a veces me haga bien
Lloraba mucho por emoción
Por pena o impotencia
Pero con los años lloro menos y tampoco es importante
Es gravísimo
Pero hay cosas que no cambian y a veces mejoran
Me gusta que me quieran
Me gusta cantar
A veces no me alcanza, y eso esta mal
Al dolor lo odio, por qué no me deja en paz.
No me alcanza el mundo para conocerlo
No me quiero morir sin verlo
Sin probar todo lo que haya
Conocer todo lo que encuentre
Disfrutar todo lo que puedan
Pero no se olviden de mi


miércoles, 19 de febrero de 2014

Alfileres en la boca

Creo recordar que empecé a escribir a conciencia y a piacere cuando ya estaba bastante crecidita, hacia eso de los veintipocos. Trabajaba en Radiodifusora Mediterránea SRL, la concesionaria de una Radio en Córdoba, LV2, Radio General Paz -famosa por haber propagado la Revolución Libertadora-, durante la que fue, probablemente, la peor época de mi vida, aunque no por ello la más aburrida. Me sentía virtualmente desdichada y atrapada, y no sabía para donde rajar ni cómo. Quizá fue ahí cuando descubrí que podía viajar a mundos paralelos sin moverme de mi máquina de escribir IBM a bolita, ni intoxicarme, lo cual todavía entonces no había ensayado. Escribir era como modelar arcilla, aunque sin embarrarse las manos. Era comparable a echar un mazacote de caolín sobre la tabla de madera,  hacerlo ganar altura, apoyado en un fierro, golpearlo para que se compacte, pero también hasta que se pareciera a algo, y entrar en trance hasta que, casi como por ensalmo, apareciera una forma similar a algo y que resonara en lo más profundo del alma, como las emociones que no podía transmitir porque faltaban las palabras. Sólo que en este caso, precisa y finalmente podía encontrar después de un rato largo las palabras, a fuerza de imitar intuitivamente ese proceso creativo que me es familiar y placentero.
Más tarde recuerdo, enamorarme de las palabras escribiendo cartas a clientes del estudio de abogados para el que trabajé después. La competencia era grande. Todos escribían muy bien. Habían leído mucho. El standard era alto. Y también mi amor propio. La conjugación fue mágica. A veces la presión saca cosas buenas de las personas. Descubrí que me daba placer traducir textos, dar con la palabra justa, la más expresiva, la más apropiada, y porqué no, la más brillante, casi presuntuosa.

Pero por sobre todo, igual que me pasó con la producción artística, pude finalmente poner manos a la obra, cuando me di cuenta que había vivido. Bastante. Apenas me recibí de Bellas Artes y del traductorado, lo primero que pensé fue: Y yo de qué voy a hablar, qué voy a decir, qué voy a contar, si no he vivido nada. Ahora me pasa todo lo contario.

viernes, 7 de febrero de 2014

High Fidelity

Dentro de los propósitos que me fijé -con bastante desgano- para este año que empezó, en el primer lugar estaba dejar de fumar, cosa que he logrado hacen dos meses y medio.

Otro, que se repetía en mi lista desde hace años, y al cual no le ponía demasiada atención hasta que se hizo lugar en los primeros puestos, era escribir. Escribir algo. Sin pretensiones, sin censuras. Sólo escribir, hacer caso de eso que me salía en todos los tests vocacionales de mi adolescencia, eso que se colaba en mi mente sin saber de dónde venía. Y que cada vez que lo hacía me parecía que no me salía nada mal. Es más, cuando escribía relatos de mis viajes o aquí mismo, alguna ponderación recibía. 

Pues heme aquí, recién vuelta, por primera vez en mi vida, de un taller de escritura. Esta mañana, presa del pánico más animal y buscando la estúpida excusa del temporal, casi no voy. Pero al final conseguí forzarme a mí misma y volver victoriosa de una misión que me parecía horrible por lo difícil. 

Esta fue mi primera contribución, siguiendo la consigna de escribir, como Nick Hornby, una lista de mis 5 (favoritos?) novios. 

Y claro, la literatura al final es casi siempre sobre el amor. 

Voilá: 


El escocés. Una tarde oscura de invierno, encerrada en el cuartito de la computadora, sintiendo que todo el mundo estaba con alguien, ocupados, divertidos o no, me encontré surfeando la internet. Era la prehistoria de la red. Apenas había aparecido. La conexión era vía una línea de teléfono. Hacía ese ruidito que sonaba un poco a pito y un poco a pájaro. Sólo que más electrónico. La paciencia era fundamental. Era un ejercicio prácticamente inaudito. Pero el interés tiene pies. Así que, reprogramando la mente y el cuerpo, la mirada fija en el monitor, me aboqué a completar los cientos de casilleros que me separaban de mi hombre ideal. El bombero de Montana no me sedujo. Nunca me dejé fascinar por los uniformes ni por los servidores públicos, pero cuando leí que el sistema había arrojado, aún a pesar sus precarios algoritmos, un especialista en programación de ordenadores con una lista de libros que comprendía gran parte de la literatura clásica y moderna, casi fue una epifanía. Y era escocés. Esa nación que, en el fondo de mi alma, bullía con pocos ingredientes, pero a fuego lento y antiguo, a la lumbre de los genes y de la imaginación, esperando que una ocasión inopinada apareciera y detonara una relación profunda, larga, íntima, estrecha, vital, innegable e imposible de abandonar.

El arquitecto. Prefiero que las cosas no me sucedan, sino provocarlas. Pero esta vez fue el primer caso.  Después de un tiempo que no puedo precisar, finalmente un día, llegó a mi atención un mensaje que se repetía con una insistencia menor a la que me podría haber molestado, razón por la cual finalmente lo advertí, y más aún, contesté. Aún sabiendo que podía ser peligroso. Como el agua, que se mete donde puede, sin pedir permiso, sin violencia, pero sin demoras e inexorablemente, me dio amor, cariño, sexo sin prisa, sin competición, sin alarde,  sin libertad, sin prejuicios, sin esquemas. Al final, mientras no hable se parece bastante a la felicidad, suponiendo que eso sea encontrar lo que uno cree querer. Tiene el hábito de mirarme a los ojos, a veces con una fijeza vacía de –le digo- asesino serial. Devolver su mirada es como hacer la plancha en el mar caribe. Un azul tan profundo que parece verde, en el cual me gusta perderme hasta desear que nunca más nadie me encuentre.  Pero no me gusta que me hable. Porque no entiendo su humor, demasiado absurdo para mi literalidad, sus motivos ni sus excusas. Mucho mejor es verlo en acción y editar todo lo demás.

El castigo. Es un amor platónico, pero no por eso menos real o menos fuerte. La primera vez que caminé por el pasillo largo y angosto del famoso y antiguo estudio de abogados, con su alfombra vieja y manchada, los paneles de cedro lustrado a la goma laca muñeca, como se hacía antes, porque ya nadie tiene oficio, el primero de varios que me llamó para conocernos y conversar, fue el de la primer oficina a la izquierda, la de Wolfie.  Y habíamos sido vecinos en el mismo edificio, aunque a destiempo. Como todo el resto de nuestra relación. Nos conocimos cuando él ya había puesto primera en su vida. Más bien cuando ya estaba en 4ª y pronto a entrar en la velocidad crucero en la que se mantiene desde ese entonces, hace veinte años. O más. No obstantes todos los obstantes entre medio, cada vez que nos vemos no podemos dejar de mirarnos profundamente, aún cuando hablemos de cualquier tema. Por ejemplo de la vejez, del trabajo, de las malas elecciones de nuestros amigos comunes… Su mujer sostiene que me tiene celos pero que no se preocupa porque me conoce. Lo que no sabe es que no me conoce tan bien, ya que si yo tuviera la ocasión, ella posiblemente habría de lamentarlo.


El ingeniero Para no contrariar a Freud mi primer novio fue un ingeniero, igual que mi padre. Su cara redonda, su boquita minúscula, sus ojos grandes pero sobre todo su confiabilidad fue lo que me ganó de entrada. Que me viniera a buscar a las 9 en punto cuando había dicho a las 9 te busco me generaba un estado de maravillosa excitación que jamás le confesé. No fuera que supiera con qué poco me tenía. Lástima que le faltó amor. No en intensidad, sino en duración. Sentí que se sumió en un sopor indiferente que me ofendió en lo más profundo. Aunque el sexo haya sido probablemente el que más me haya gustado.  Era un buen candidato: atractivo sin estridencias, caballero y cariñoso, buen amante y trabajador. Pero me cambió por un barco. El día que me di cuenta que lo único que le hacía brillar los ojos era navegar, ese mismo día en que me di cuenta que no me quería así de tanto, me di por vencida y lo dejé.


El franchute. Es verdad que el tamaño importa. Quien diga lo contrario miente. No sé si es cierto que el tamaño de la nariz, las manos o los pies y otros miembros se corresponden, pero tiendo a pensar que es verdad, como así también es verdad que más es mejor que menos. Y también confirmé esa teoría que no sé siquiera si existe, aunque debería, que los franceses son los mejores amantes. El mismo amor que tienen por el buen vivir, la buena comida, los buenos vinos, el rico pan, el queso y todos los otros grandes placeres hedonistas, transpira en un arte de amar que no se parece al de nadie que yo haya conocido en mi no poca experiencia. Olvídense de los judíos; aunque me faltó un psicólogo.  Claro que el problema fue, precisamente en que era francés. Y esta vez como sinónimo de amoral, mentiroso, y pelotudo. Me costó perder su compañía, su cocina, su amor y sus grandes manos.