Me levanté después de una noche más o menos tranquila, al menos en comparación con las últimas noches. Los sueños casi pesadillas me molestan. Anoche había dos vívoras en mi casa y casi me levanto a cazarlas. No sé cómo no acumulé valor para levantarla para salir a cazarlas, una era larga y flaca pero a medida que pasaba el tiempo iba creciendo. Otra era más chiquita pero más gruesa. Por suerte no llegaron a mi cama. Seguramente los datos de la realidad no me convencieron de levantarme, o estaba demasiado cansada para sentir la ira asesina que me suscitan las alimañas en mi casa. He cazado ratas. Sé que puedo matar. Tenía frío pero aún así me rehusaba a despertarme. Al fin me venció la vigilia, abrí las ventanas y me golpeó un aire cálido y húmedo. Pero olía a tilos.
"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)
viernes, 11 de diciembre de 2015
jueves, 10 de diciembre de 2015
El Chiflido
Una de las características que más me emocionan de mi iPhone, el cual se ha transformado en casi mi mejor amigo, son los sonidos que puede emitir. Los he configurado de acuerdo a cómo suenan, asigándolos a personas, eventos o recordatorios, según su parecido, capacidad evocativa, o necesidad de alertarme, especialmente o literalmente. Así, a mi amiga Silke que vive en el campo, le asigné un perro que ladra, a mi cuñada que se llama Patricia, le aloqué un pato, a mi hermano cuyo temperamento es generalmente tranquilo, grillos. Y a mis más favoritos, como por ejemplo a mi amado, el que se llama Robin Hood, a mi hermano cura, el arpa, al escocés que hace mis delicias, un silbido. El que suena como “fi-fiu”. Cada vez que recibo un mail suyo, por ejemplo, me chifla. Está devaluado el silbido. Me encantan los silbidos. Toda la vida me gustó silbar mientras caminaba, me bañaba, estaba sola, triste, angustiada o desesperada. Me tranquilizaba silbar. Pero después de que me pusieron una corona en la paleta, no puedo silbar como antes, cuando podía entonar perfectamente música más o menos o bastante elaborada. Mi madre, de chica, me lo combatía y de adolescente lo condenaba, por no ser femenino, elegante, o algún otro desideratum, para mí anacrónico. Me hacía gracia porque la gente creía que estaba contenta. Pero generalmente era todo lo contrario. Esa música me reconfortaba, me levantaba el ánimo. Lo atribuyo, aún so riesgo de resultar demasiado psicoanalizada, a recuerdos de mi más tierna infancia, esa fuente inagotable de buenas experiencias, frescas, fragantes y luminosas. Dicen que quien tuvo una infancia feliz sobrelleva las amarguras de la vida con más facilidad. Estoy totalmente de acuerdo. Y si no es cierto, en cualquier caso, para mi si.Mi primer encuentro consciente con el silbido seguramente era mi padre. Él pasaba largas temporadas fuera de casa, lejos de su mujer y sus cuatro hijos, quienes vivíamos alegres y holgados en una casa con escaleras, sótano, terraza, cuarto de plancha, cuarto de la caldera, montacargas y otras facilities que ninguno de nuestros amigos del colegio tenían en su casa. Siempre era un programón venir a jugar a casa con tantas atracciones y diversiones. Como por ejemplo cuando subíamos y bajábamos a los hermanos menores en el ‘ascensor’, que se movía gracias a un sistema de cuerdas y poleas cuyo funcionamiento sólo entenderíamos más tarde en el secundario. Otra atracción era el office con forma de corona, otra noción, esta vez geométrica, que aprenderíamos a pesar de la resistencia a la escolarización. Allí papá se preparaba unos desayunos pantagruélicos en las madrugadas. Tenía una sartencita mínima donde se hacía panceta y huevos fritos con salsa Worcestershire y Tabasco, ante nuestra infinita fascinación. Ahí también nos gustaba escondernos, o espiar a la señora de Cambaceres, cuya casa, al lado de la nuestra, en nuestra mística infantil, y a juzgar por la mugre que se veía en su patio, estaba superpoblada por ratas y otras alimañas. A pesar de eso siempre nos alentaban a que fuéramos corteses con ella. Era vieja; quizás por eso las dos cosas.Papá tenía todo tipo de características fascinantes. Las cosas que él hacía no las hacía nadie más que yo conociera. Usaba breeches, lustraba celosamente siempre sus propios zapatos, los cuales guardaba celosamente en un botinero ad-hoc. Tenía sus propios cepillos y betunes, separados por color. A nadie se le ocurría tocarlos. Cuando volvía del campo se pasaba un rato largo lustrando sus zapatos negros, color suela, otros medio borgoña… También volvía de sus viajes con unos trofeos extraordinarios: una horma gigante de queso Santa Rosa a la cual le hacía un agujero con el taladro y lo mojaba con jerez para hacer copetines e invitar a sus amigos, quienes se lo devoraban, acompañándolo con whisky y otros licores de colores que también formaba parte de su dote. Esto sí que nos estaba vedado. Había un licor verde. Y otros amarillos ámbar, de olor intenso, que de más grande me encantan como el Cointreau o el Drambuie. También, bajo llave, estaban esas botellas de cristal con tapa de plata que cuando había fiestas salían a relucir, se lustraban y presentaban, pero sólo podían maniobrar los grandes. O papá cuando llegaba de sus largos viajes.Cuando llegaba a casa después de muchos días de ausencia -cuando se iba a Misiones, o al Sur de la Provincia de Buenos Aires, o a Paraguay, o a Brasil, supervisando las rutas que construía la compañía en la que trabajaba, sucedía un rito. La casa donde vivíamos tenía tres pisos, o cuatro según se contaran: el sótano, con la caldera, la planta baja, con el hall de entrada, el paraguero de bronce con ramas secas, el mueble de arrimo, la lámpara de la abuela, y el grabado de “Paris à voil d’oiseau” que siempre estudiábamos. Se veía linda esa ciudad. Y la escalera. En el primer piso un hall de entrada con un mueble de caña y esterilla, cuya función era sostener temporariamente objetos -hoy en desuso: sombrillas, sombreros, paraguas, sobretodos. Claro, antes hacía más frío, también. El living con chimenea y trumeau, el escritorio con la pintura de ese ancestro con moñito, canoso, de ojos grises y nariz y labios filosos, que me miraba fijo cuando yo se suponía que tenía que estudiar, y con quien mantenía un duelo mudo y resistente, fruto del cual nunca estudiaba a pesar de aparentarlo. El comedor tenía forma, siguiendo con la geometría del círculo o circunferencia, de sector. Tenía dos lados rectos y uno curvo. El pasillo amarillo largo y angosto con las fotos de varias generaciones, y el famoso botinero; el cuarto de vestir de mi padre, pintado de verde manzana, sobre el cual resaltaban los muebles antiguos, el par de perfumeros de vidrio esféricos con estrías que tenían perfumes con nombres fascinantes como ‘Carnaval de Venice’. Luego el cuarto de mis padres y el cuarto de costura, donde mamá sobre todo hacía sus traducciones. Los roperos amplios en el primero del cual, el de al lado de la ventana donde me dieron mi primera lección de educación sexual, sin remilgos ni soeces, guardaba los cigarrillos Peter Stuyvesant o Benson & Hedges que papá compraba en Brasil y que en esa época eran toda una extravagancia, sobre todo porque tenían ‘marquillas’ metalizadas doradas, coloradas, blancas con verde y amarillo si mi memoria no me engaña.Arriba estaba el hall donde comíamos los chicos, los cuartos de las mujeres, los de los varones, la cocina, los cuartos de servicio, el lavadero, el cuarto de plancha y la terraza, la fortaleza donde nuestras fantasías podían desarrollarse ayudadas por la arquitectura de tanques, caños, puertas, canaletas, rejas, balaustres, etc. Cuando estábamos en la terraza no oíamos el timbre. Ni nos enterábamos si alguien venía hasta que nos llamaban a los gritos para que bajáramos a saludar. Pero en general, cuando ya anochecía, los ruidos bajaban los decibeles, la luz se iba escapando, y ya nos habíamos bañado, puesto los piyamas de viyella y las robe-de chambres de corderoy azul marino con las iniciales de cada uno, cuando nos habíamos peinado y lavado los dientes y antes de comer, entonces y sólo entonces era cuando oíamos las llaves en la puerta de abajo - sin darnos cuenta del aspaviento premeditado - y oíamos esas notas que, cincuenta años más tarde todavía recuerdo y son mi deleite. Fü fü fï füfú Fïï!!!!!
martes, 8 de diciembre de 2015
La última compra
Gracias a la desgracia de mi pobre amiga-hermana Sol, me subí a un avión y la fui a visitar. Por suerte no tuve que pagar el pasaje con plata, porque me revienta pagar pasajes. Éste, después de años de ahorrar millas, lo conseguí gratis. Tengo claro que lo rico engorda, lo bueno es caro y lo divertido (muy divertido) es ilegal o poco católico. Tanto esfuerzo para viajar como un osito de peluche en una cajita de regalo... incomodísimo. Todo lo contrario a cuando el Gordo me invita de viaje y me lleva en business. Esta es la vida que me merezco, pienso, citando interiormente a mi ex colega, María. Igual nunca tuve muy claro eso de merecer o no merecer. Mi educación más bien implicó que jamás pensase merecer mucho. O más bien nada. Todo empezó cuando era niña. Pasábamos mucho tiempo durante las vacaciones de invierno y verano en el medio de la selva misionera acompañando a mi padre, quien por entonces construía la ruta 12. Allí, Margarita, la cocinera del campamento de vialidad donde vivíamos, hacía unas pizzas gruesas y grasosas que detestábamos tanto o más que tener que compartir todo con su hijita Yrupé. Pobrecita Yrupé no hacía nada mal, pero todo el mundo la malcriaba, en franco contraste con la educación tan estricta que recibíamos los hijos del ingeniero. Teníamos que dar el ejemplo. Un día descubrí a Margarita con su novio hablando atrás de la ventana de la cocina, pegados a la pared que daba a la selva recién cortada para abrir el claro donde se iba a asentar el campamento. Ella le gritaba --”Me llenaste de bichos!!!” Le pregunté qué qué bichos pero no me contestó. Todavía no entendía muy bien si el novio de Margarita era el padre de Yrupé o no. Y me quedó la intriga sobre a qué bichos se refería, hasta que lo pude entender.
Llegaba la Navidad y partimos con mamá al pueblo a comprar regalos. A los chiquitos los dejamos en el campamento. Yo ya era grande y ligaba estos programones. La alternativa era ir a robar naranjas en la plantación de al lado. Y después tener diarrea por comerlas calientes. Los nombres de los pueblos que jalonaban la ruta 12 quedaron grabados en mi memoria de preescolar. Tanto que, desde entonces, cada vez los vuelvo a oír o leer, automáticamente huelo madreselvas y azahares. Oberá, Jardín América, Puerto Rico, Garuhapé, Puerto Piray, El Dorado, Puerto Esperanza, eran los nombres fabulosos de este lugar verde y óxido. Pero mi favorito y más evocador fue el último en el que recalamos antes de la fatalidad que nos hizo perder súbita y forzosamente la felicidad que nos era habitual. Wanda. No recuerdo nada del pueblo, pero no puedo olvidar la tienda de abarrotes. Era mucho menos provista que la pulpería del campo en el sur de Buenos Aires a la que estábamos habituados. En la última había salames, vino, tiento, cojinillos, mates, matras, desinfectante y otros objetos imposibles de identificar o mejor aún de utilizar a esa altura de la vida. En cambio en Wanda había muñecas con rulos rubios con cachetes pintados con purpurina, víboras articuladas, tapires, tortugas monos y otros animales de la selva hechos de caña, mates de metal coloreado con biselados geométricos y ropa interior de colores fluorescentes. Todo tenía colores. No como en la pampa que todo era de colores neutros. Como las bombachas blancas de algodón, las únicas que había conocido en mi vida hasta entonces. Elegimos los regalos para que iba a traer Papá Noel: para mi la muñeca, para Manolo la víbora, para Matías una tortuga, para Mimi una muñeca de trapo. -- “¿Y para Yrupé? Uy! ¡nos falta un regalo para Yrupé! Bueno. Ya se, dijo mi madre. Comprémosle unas bombachas de colores. Una verde loro y otra amarillo canario”. Yo pensé, todo muy selvático. Me pareció apropiado. Todo terminó satisfactoriamente. Nos subimos al auto hirviendo bajo el sol tropical de la selva misionera y manejamos por los caminos colorados bajo el sol abrasador. En esa época el aire acondicionado era un bien escaso.
Cuando estábamos por llegar al campamento, mamá frenó el auto y sin bajar, abrió la boca, tomó aire y me dijo: “Viste que por cada acción buena que uno hace, Dios te da unas estrellitas que te guarda en el cielo. Qué te parece si le damos la muñeca a Yrupé y vos te quedás con las bombachitas ‘de estrich’.” No supe muy bien cómo negociar entre el estupor y la promesa del premio, por lo cual ante la duda opté por avenirme a la propuesta, confiada en el promesa de mi madre. Mi pobre ser de 6 años. Esa fue la fundación de mis cuitas morales, las cuales hasta el día de hoy me acosan en los momentos más inoportunos. Aunque por suerte, a veces me espabilo y hago excepciones.
Finalmente cuando mis millas me llevaron a DC, así como llegué y casi sin deshacer la valija, y antes de que me asaltaran pensamientos contrarios, me dirigí al Apple Store más cercano, y fui y me compré el iPhone más grande, más brillante, más lindo y con más capacidad. Todavía me sigo vengando del cambiazo de las bombachitas.
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