"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)

martes, 8 de diciembre de 2015

La última compra

Gracias a la desgracia de mi pobre amiga-hermana Sol, me subí a un avión y la fui a visitar. Por suerte no tuve que pagar el pasaje con plata, porque me revienta pagar pasajes. Éste, después de años de ahorrar millas, lo conseguí gratis. Tengo claro que lo rico engorda, lo bueno es caro y lo divertido (muy divertido) es ilegal o poco católico. Tanto esfuerzo para viajar como un osito de peluche en una cajita de regalo... incomodísimo. Todo lo contrario a cuando el Gordo me invita de viaje y me lleva en business. Esta es la vida que me merezco, pienso, citando interiormente a mi ex colega, María. Igual nunca tuve muy claro eso de merecer o no merecer. Mi educación más bien implicó que jamás pensase merecer mucho. O más bien nada. Todo empezó cuando era niña. Pasábamos mucho tiempo durante  las vacaciones de invierno y verano en el medio de la selva misionera acompañando a mi padre, quien por entonces construía la ruta 12. Allí, Margarita, la cocinera del campamento de vialidad donde vivíamos, hacía unas pizzas gruesas y grasosas que detestábamos tanto o más que tener que compartir todo con su hijita Yrupé. Pobrecita Yrupé no hacía nada mal, pero todo el mundo la malcriaba, en franco contraste con la educación tan estricta que recibíamos los hijos del ingeniero. Teníamos que dar el ejemplo. Un día descubrí a Margarita con su novio hablando atrás de la ventana de la cocina, pegados a la pared que daba a la selva recién cortada para abrir el claro donde se iba a asentar el campamento. Ella le gritaba --”Me llenaste de bichos!!!” Le pregunté qué qué bichos pero no me contestó. Todavía no entendía muy bien si el novio de Margarita era el padre de Yrupé o no. Y me quedó la intriga sobre a qué bichos se refería, hasta que lo pude entender.

Llegaba la Navidad y partimos con mamá al pueblo a comprar regalos. A los chiquitos los dejamos en el campamento. Yo ya era grande y ligaba estos programones. La alternativa era ir a robar naranjas en la plantación de al lado. Y después tener diarrea por comerlas calientes.  Los nombres de los pueblos que jalonaban la ruta 12 quedaron grabados en mi memoria de preescolar. Tanto que, desde entonces, cada vez los vuelvo a oír o leer, automáticamente huelo madreselvas y azahares. Oberá, Jardín América, Puerto Rico, Garuhapé, Puerto Piray, El Dorado, Puerto Esperanza, eran los nombres fabulosos de este lugar verde y óxido. Pero mi favorito y más evocador fue el último en el que recalamos antes de la fatalidad que nos hizo perder súbita y forzosamente la felicidad que nos era habitual. Wanda.  No recuerdo nada del pueblo, pero no puedo olvidar la tienda de abarrotes. Era mucho menos provista que la pulpería del campo en el sur de Buenos Aires a la que estábamos habituados. En la última había salames, vino, tiento, cojinillos, mates, matras, desinfectante y otros objetos imposibles de identificar o mejor aún de utilizar a esa altura de la vida. En cambio en Wanda había muñecas con rulos rubios con cachetes pintados con purpurina, víboras articuladas, tapires, tortugas monos  y otros animales de la selva hechos de caña, mates de metal coloreado con biselados geométricos y ropa interior de colores fluorescentes. Todo tenía colores. No como en la pampa que todo era de colores neutros. Como las bombachas blancas de algodón, las únicas que había conocido en mi vida hasta entonces.  Elegimos los regalos para que iba a traer Papá Noel: para mi la muñeca, para Manolo la víbora, para Matías una tortuga, para Mimi una muñeca de trapo. -- “¿Y para Yrupé? Uy! ¡nos falta un regalo para Yrupé! Bueno. Ya se, dijo mi madre. Comprémosle unas bombachas de colores. Una verde loro y otra amarillo canario”.  Yo pensé, todo muy selvático. Me pareció apropiado. Todo terminó satisfactoriamente. Nos subimos al auto hirviendo bajo el sol tropical de la selva misionera y manejamos por los caminos colorados bajo el sol abrasador. En esa época el aire acondicionado era un bien escaso.

Cuando estábamos por llegar al campamento, mamá frenó el auto y sin bajar, abrió la boca, tomó aire  y me dijo: “Viste que por cada acción buena que uno hace, Dios te da unas estrellitas que te guarda en el cielo. Qué te parece si le damos la muñeca a Yrupé y vos te quedás con las bombachitas ‘de estrich’.” No supe muy bien cómo negociar entre el estupor y la promesa del premio, por lo cual ante la duda opté por avenirme a la propuesta, confiada en el promesa de mi madre. Mi pobre ser de 6 años. Esa fue la fundación de mis cuitas morales, las cuales hasta el día de hoy me acosan en los momentos más inoportunos. Aunque por suerte, a veces me espabilo y hago excepciones.

Finalmente cuando mis millas me llevaron a DC, así como llegué y casi sin deshacer la valija, y antes de que me asaltaran pensamientos contrarios, me dirigí al Apple Store más cercano, y fui y me compré el iPhone más grande, más brillante, más lindo y con más capacidad. Todavía me sigo vengando del cambiazo de las bombachitas.

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