"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)

martes, 11 de marzo de 2008

¡Suéltame, Pasado!

Hasta aquí he hecho un somero recuento de buenos recuerdos de la infancia, lo cual me lleva inexorablemente a uno de los puntos de inflexión en mi ya no tan corta vida.

Uno de aquellos veranos largos en el campo, cerca de la playa, con caballos, eucaliptus, laureles venenosos, hortensias, rosas y buganvileas, olmos y casuarinas, terminó de manera abrupta, inesperada y trágica.

Estábamos al costado de la cancha, a la sombra de los añosos eucaliptus, al lado de los autos, viendo los caballos galopar frenéticamente de un extremo a otro. De pronto una embestida, uno que voló por el aire, dio media vuelta antes de caer de espaldas, y el impacto seco y definitivo en la nuca. Mi madre que estaba al lado mío salió corriendo como llevada por el mismo demonio, perdiendo los zapatos en el camino. Nunca se recuperaría de esa contusión. Luego de cuatro años y siete meses se acabó para siempre. Fueron años durísimos de interrogantes sin respuestas, de dolor inexplicable, de ver cómo la vida como la conocíamos, nunca más iba a ser la misma. Todos los días encontrábamos nuevas maneras de que nuestra vida fuera distinta. Ni cumpleaños de quince, ni viajes, ni cosas que apenas sobrepasaran lo normal entraban más en nuestros planes. Todo se debía acomodar a nuestra nueva realidad. Los meses en Mar del Plata en una casa muy linda pero con la sensación de que la vida se puso en pausa, eran una mezcla de reconocer cierto privilegio con una maldición que pendía sobre nuestras coronillas. Era una pausa tensa, realentada, temiendo la fatalidad en cualquier segundo inminente. Hacer de cuenta que el colegio nuevo, los amigos nuevos, las costumbres nuevas como ir a la playa después del colegio, fumar, después pasar por el hospital a ver si había alguna mejoría, si había abierto los ojos, si se había movido por sí mismo, si respiraba por sí mismo, era algo que nos ilusionaba. La presencia de abuela y tías con su gesto consternado, pero muy presentes en una situación nueva, horrible y de espera contra toda esperanza, daba cierta calidez a los fríos pasillos con olor a farmacia. Los médicos eran los primeros en no ofrecer ninguna esperanza.

Luego la vuelta a Buenos Aires, nuevo hospital, nuevas eminencias atónitas y con gesto adusto, que encontraban como reflejo nuestra indeclinable esperanza subyacente. Está claro que la esperanza es la madera a la que nos aferramos en el medio de la horrible borrasca. El sol brillaba y no se entendía por qué la naturaleza no acompañaba lo fatídico de lo que estaba sucediendo.

En esos años quizá lo que se grabó también de modo indeleble, fue la ayuda, interés, acompañamiento de las personas que tanto querían a nuestro padre. Ese padre tan lleno de vida, que amaba el aire, la naturaleza, la música, la gente, los caballos, la comida, los tragos, el amor a los demás. Su afabilidad y cordialidad fue su estela. Fue lindo ver a través de los años cómo quienes lo conocieron -especialmente aquél talabartero que fue uno de los que pudo articularlo en palabras y tanto gozo nos dio: "Tienen que estar orgullosos de su padre. Fue un gran hombre." Mi abuela paterna que venía todos los días a prepararnos el té y a cosernos las medias, la amiga de mi abuela que sin casi conocernos tocó el timbre y se ofreció a ayudar en lo que fuera, el tío de mi padre que los viernes tocaba el timbre y nos dejaba una bolsa de arpillera con papas o carne que traía del campo y se iba sin esperar ni las gracias, la enfermera gallega firme y resistente como un roble, el médico que nos trajo al mundo que venía de visita y se tomaba unos whiskies al lado de la cama de mi padre en profundo coma vigil.

No sé si algún día alcanzaré a calibrar los efectos de ello en nuestras vidas. Yo creo que las marcas quedaron para siempre. Puesto así da una perspectiva tremenda. Durante muchos años me sentí invencible o poco menos de haber pasado algo así y haber salido más o menos incólume. Hoy quizá pienso mucho en las cosas que nos fueron arrebatadas en plena infancia-adolescencia. Y cómo cambió nuestra mente.

Todo acabó un día de octubre donde intentaba irme de viaje de fin de año con las de 5° y no pudiendo encontrar una buena razón para divertirme en medio de un drama sordo. Un mediodía volví del colegio. Había demasiado silencio y mis oídos se abombaron. Caminé por el pasillo y me intercepta María, llorando. La cama ortopédica sin articular, chata, horizontal. Mi padre planchado, con un hematoma gigante en la nuca. Nunca más. Se fue para siempre. Y cómo lo extraño. Hasta hoy.

5 comentarios:

Pienso a LG dijo...

quizás te suelte después de contarlo, fuerte

Anónimo dijo...

... o la pérdida de la inocencia...

mxm

Anónimo dijo...

Este me mató, que triste..

Anónimo dijo...

Hola, me puse a llorar con éste. No sé si el llanto redime realmente pero ojalá mis lágrimas puedan hacer como el jabón y el agua cuando querés soltarte de un anillo que se te atoró en el dedo. Un cariño.

Cosima dijo...

Gracias anónimo! si el llanto redime, entonces voy por la buena vía. Gracias por tus lágrimas.