Una de las características que más me emocionan de mi iPhone, el cual se ha transformado en casi mi mejor amigo, son los sonidos que puede emitir. Los he configurado de acuerdo a cómo suenan, asigándolos a personas, eventos o recordatorios, según su parecido, capacidad evocativa, o necesidad de alertarme, especialmente o literalmente. Así, a mi amiga Silke que vive en el campo, le asigné un perro que ladra, a mi cuñada que se llama Patricia, le aloqué un pato, a mi hermano cuyo temperamento es generalmente tranquilo, grillos. Y a mis más favoritos, como por ejemplo a mi amado, el que se llama Robin Hood, a mi hermano cura, el arpa, al escocés que hace mis delicias, un silbido. El que suena como “fi-fiu”. Cada vez que recibo un mail suyo, por ejemplo, me chifla. Está devaluado el silbido. Me encantan los silbidos. Toda la vida me gustó silbar mientras caminaba, me bañaba, estaba sola, triste, angustiada o desesperada. Me tranquilizaba silbar. Pero después de que me pusieron una corona en la paleta, no puedo silbar como antes, cuando podía entonar perfectamente música más o menos o bastante elaborada. Mi madre, de chica, me lo combatía y de adolescente lo condenaba, por no ser femenino, elegante, o algún otro desideratum, para mí anacrónico. Me hacía gracia porque la gente creía que estaba contenta. Pero generalmente era todo lo contrario. Esa música me reconfortaba, me levantaba el ánimo. Lo atribuyo, aún so riesgo de resultar demasiado psicoanalizada, a recuerdos de mi más tierna infancia, esa fuente inagotable de buenas experiencias, frescas, fragantes y luminosas. Dicen que quien tuvo una infancia feliz sobrelleva las amarguras de la vida con más facilidad. Estoy totalmente de acuerdo. Y si no es cierto, en cualquier caso, para mi si.Mi primer encuentro consciente con el silbido seguramente era mi padre. Él pasaba largas temporadas fuera de casa, lejos de su mujer y sus cuatro hijos, quienes vivíamos alegres y holgados en una casa con escaleras, sótano, terraza, cuarto de plancha, cuarto de la caldera, montacargas y otras facilities que ninguno de nuestros amigos del colegio tenían en su casa. Siempre era un programón venir a jugar a casa con tantas atracciones y diversiones. Como por ejemplo cuando subíamos y bajábamos a los hermanos menores en el ‘ascensor’, que se movía gracias a un sistema de cuerdas y poleas cuyo funcionamiento sólo entenderíamos más tarde en el secundario. Otra atracción era el office con forma de corona, otra noción, esta vez geométrica, que aprenderíamos a pesar de la resistencia a la escolarización. Allí papá se preparaba unos desayunos pantagruélicos en las madrugadas. Tenía una sartencita mínima donde se hacía panceta y huevos fritos con salsa Worcestershire y Tabasco, ante nuestra infinita fascinación. Ahí también nos gustaba escondernos, o espiar a la señora de Cambaceres, cuya casa, al lado de la nuestra, en nuestra mística infantil, y a juzgar por la mugre que se veía en su patio, estaba superpoblada por ratas y otras alimañas. A pesar de eso siempre nos alentaban a que fuéramos corteses con ella. Era vieja; quizás por eso las dos cosas.Papá tenía todo tipo de características fascinantes. Las cosas que él hacía no las hacía nadie más que yo conociera. Usaba breeches, lustraba celosamente siempre sus propios zapatos, los cuales guardaba celosamente en un botinero ad-hoc. Tenía sus propios cepillos y betunes, separados por color. A nadie se le ocurría tocarlos. Cuando volvía del campo se pasaba un rato largo lustrando sus zapatos negros, color suela, otros medio borgoña… También volvía de sus viajes con unos trofeos extraordinarios: una horma gigante de queso Santa Rosa a la cual le hacía un agujero con el taladro y lo mojaba con jerez para hacer copetines e invitar a sus amigos, quienes se lo devoraban, acompañándolo con whisky y otros licores de colores que también formaba parte de su dote. Esto sí que nos estaba vedado. Había un licor verde. Y otros amarillos ámbar, de olor intenso, que de más grande me encantan como el Cointreau o el Drambuie. También, bajo llave, estaban esas botellas de cristal con tapa de plata que cuando había fiestas salían a relucir, se lustraban y presentaban, pero sólo podían maniobrar los grandes. O papá cuando llegaba de sus largos viajes.Cuando llegaba a casa después de muchos días de ausencia -cuando se iba a Misiones, o al Sur de la Provincia de Buenos Aires, o a Paraguay, o a Brasil, supervisando las rutas que construía la compañía en la que trabajaba, sucedía un rito. La casa donde vivíamos tenía tres pisos, o cuatro según se contaran: el sótano, con la caldera, la planta baja, con el hall de entrada, el paraguero de bronce con ramas secas, el mueble de arrimo, la lámpara de la abuela, y el grabado de “Paris à voil d’oiseau” que siempre estudiábamos. Se veía linda esa ciudad. Y la escalera. En el primer piso un hall de entrada con un mueble de caña y esterilla, cuya función era sostener temporariamente objetos -hoy en desuso: sombrillas, sombreros, paraguas, sobretodos. Claro, antes hacía más frío, también. El living con chimenea y trumeau, el escritorio con la pintura de ese ancestro con moñito, canoso, de ojos grises y nariz y labios filosos, que me miraba fijo cuando yo se suponía que tenía que estudiar, y con quien mantenía un duelo mudo y resistente, fruto del cual nunca estudiaba a pesar de aparentarlo. El comedor tenía forma, siguiendo con la geometría del círculo o circunferencia, de sector. Tenía dos lados rectos y uno curvo. El pasillo amarillo largo y angosto con las fotos de varias generaciones, y el famoso botinero; el cuarto de vestir de mi padre, pintado de verde manzana, sobre el cual resaltaban los muebles antiguos, el par de perfumeros de vidrio esféricos con estrías que tenían perfumes con nombres fascinantes como ‘Carnaval de Venice’. Luego el cuarto de mis padres y el cuarto de costura, donde mamá sobre todo hacía sus traducciones. Los roperos amplios en el primero del cual, el de al lado de la ventana donde me dieron mi primera lección de educación sexual, sin remilgos ni soeces, guardaba los cigarrillos Peter Stuyvesant o Benson & Hedges que papá compraba en Brasil y que en esa época eran toda una extravagancia, sobre todo porque tenían ‘marquillas’ metalizadas doradas, coloradas, blancas con verde y amarillo si mi memoria no me engaña.Arriba estaba el hall donde comíamos los chicos, los cuartos de las mujeres, los de los varones, la cocina, los cuartos de servicio, el lavadero, el cuarto de plancha y la terraza, la fortaleza donde nuestras fantasías podían desarrollarse ayudadas por la arquitectura de tanques, caños, puertas, canaletas, rejas, balaustres, etc. Cuando estábamos en la terraza no oíamos el timbre. Ni nos enterábamos si alguien venía hasta que nos llamaban a los gritos para que bajáramos a saludar. Pero en general, cuando ya anochecía, los ruidos bajaban los decibeles, la luz se iba escapando, y ya nos habíamos bañado, puesto los piyamas de viyella y las robe-de chambres de corderoy azul marino con las iniciales de cada uno, cuando nos habíamos peinado y lavado los dientes y antes de comer, entonces y sólo entonces era cuando oíamos las llaves en la puerta de abajo - sin darnos cuenta del aspaviento premeditado - y oíamos esas notas que, cincuenta años más tarde todavía recuerdo y son mi deleite. Fü fü fï füfú Fïï!!!!!
"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)
jueves, 10 de diciembre de 2015
El Chiflido
Una de las características que más me emocionan de mi iPhone, el cual se ha transformado en casi mi mejor amigo, son los sonidos que puede emitir. Los he configurado de acuerdo a cómo suenan, asigándolos a personas, eventos o recordatorios, según su parecido, capacidad evocativa, o necesidad de alertarme, especialmente o literalmente. Así, a mi amiga Silke que vive en el campo, le asigné un perro que ladra, a mi cuñada que se llama Patricia, le aloqué un pato, a mi hermano cuyo temperamento es generalmente tranquilo, grillos. Y a mis más favoritos, como por ejemplo a mi amado, el que se llama Robin Hood, a mi hermano cura, el arpa, al escocés que hace mis delicias, un silbido. El que suena como “fi-fiu”. Cada vez que recibo un mail suyo, por ejemplo, me chifla. Está devaluado el silbido. Me encantan los silbidos. Toda la vida me gustó silbar mientras caminaba, me bañaba, estaba sola, triste, angustiada o desesperada. Me tranquilizaba silbar. Pero después de que me pusieron una corona en la paleta, no puedo silbar como antes, cuando podía entonar perfectamente música más o menos o bastante elaborada. Mi madre, de chica, me lo combatía y de adolescente lo condenaba, por no ser femenino, elegante, o algún otro desideratum, para mí anacrónico. Me hacía gracia porque la gente creía que estaba contenta. Pero generalmente era todo lo contrario. Esa música me reconfortaba, me levantaba el ánimo. Lo atribuyo, aún so riesgo de resultar demasiado psicoanalizada, a recuerdos de mi más tierna infancia, esa fuente inagotable de buenas experiencias, frescas, fragantes y luminosas. Dicen que quien tuvo una infancia feliz sobrelleva las amarguras de la vida con más facilidad. Estoy totalmente de acuerdo. Y si no es cierto, en cualquier caso, para mi si.Mi primer encuentro consciente con el silbido seguramente era mi padre. Él pasaba largas temporadas fuera de casa, lejos de su mujer y sus cuatro hijos, quienes vivíamos alegres y holgados en una casa con escaleras, sótano, terraza, cuarto de plancha, cuarto de la caldera, montacargas y otras facilities que ninguno de nuestros amigos del colegio tenían en su casa. Siempre era un programón venir a jugar a casa con tantas atracciones y diversiones. Como por ejemplo cuando subíamos y bajábamos a los hermanos menores en el ‘ascensor’, que se movía gracias a un sistema de cuerdas y poleas cuyo funcionamiento sólo entenderíamos más tarde en el secundario. Otra atracción era el office con forma de corona, otra noción, esta vez geométrica, que aprenderíamos a pesar de la resistencia a la escolarización. Allí papá se preparaba unos desayunos pantagruélicos en las madrugadas. Tenía una sartencita mínima donde se hacía panceta y huevos fritos con salsa Worcestershire y Tabasco, ante nuestra infinita fascinación. Ahí también nos gustaba escondernos, o espiar a la señora de Cambaceres, cuya casa, al lado de la nuestra, en nuestra mística infantil, y a juzgar por la mugre que se veía en su patio, estaba superpoblada por ratas y otras alimañas. A pesar de eso siempre nos alentaban a que fuéramos corteses con ella. Era vieja; quizás por eso las dos cosas.Papá tenía todo tipo de características fascinantes. Las cosas que él hacía no las hacía nadie más que yo conociera. Usaba breeches, lustraba celosamente siempre sus propios zapatos, los cuales guardaba celosamente en un botinero ad-hoc. Tenía sus propios cepillos y betunes, separados por color. A nadie se le ocurría tocarlos. Cuando volvía del campo se pasaba un rato largo lustrando sus zapatos negros, color suela, otros medio borgoña… También volvía de sus viajes con unos trofeos extraordinarios: una horma gigante de queso Santa Rosa a la cual le hacía un agujero con el taladro y lo mojaba con jerez para hacer copetines e invitar a sus amigos, quienes se lo devoraban, acompañándolo con whisky y otros licores de colores que también formaba parte de su dote. Esto sí que nos estaba vedado. Había un licor verde. Y otros amarillos ámbar, de olor intenso, que de más grande me encantan como el Cointreau o el Drambuie. También, bajo llave, estaban esas botellas de cristal con tapa de plata que cuando había fiestas salían a relucir, se lustraban y presentaban, pero sólo podían maniobrar los grandes. O papá cuando llegaba de sus largos viajes.Cuando llegaba a casa después de muchos días de ausencia -cuando se iba a Misiones, o al Sur de la Provincia de Buenos Aires, o a Paraguay, o a Brasil, supervisando las rutas que construía la compañía en la que trabajaba, sucedía un rito. La casa donde vivíamos tenía tres pisos, o cuatro según se contaran: el sótano, con la caldera, la planta baja, con el hall de entrada, el paraguero de bronce con ramas secas, el mueble de arrimo, la lámpara de la abuela, y el grabado de “Paris à voil d’oiseau” que siempre estudiábamos. Se veía linda esa ciudad. Y la escalera. En el primer piso un hall de entrada con un mueble de caña y esterilla, cuya función era sostener temporariamente objetos -hoy en desuso: sombrillas, sombreros, paraguas, sobretodos. Claro, antes hacía más frío, también. El living con chimenea y trumeau, el escritorio con la pintura de ese ancestro con moñito, canoso, de ojos grises y nariz y labios filosos, que me miraba fijo cuando yo se suponía que tenía que estudiar, y con quien mantenía un duelo mudo y resistente, fruto del cual nunca estudiaba a pesar de aparentarlo. El comedor tenía forma, siguiendo con la geometría del círculo o circunferencia, de sector. Tenía dos lados rectos y uno curvo. El pasillo amarillo largo y angosto con las fotos de varias generaciones, y el famoso botinero; el cuarto de vestir de mi padre, pintado de verde manzana, sobre el cual resaltaban los muebles antiguos, el par de perfumeros de vidrio esféricos con estrías que tenían perfumes con nombres fascinantes como ‘Carnaval de Venice’. Luego el cuarto de mis padres y el cuarto de costura, donde mamá sobre todo hacía sus traducciones. Los roperos amplios en el primero del cual, el de al lado de la ventana donde me dieron mi primera lección de educación sexual, sin remilgos ni soeces, guardaba los cigarrillos Peter Stuyvesant o Benson & Hedges que papá compraba en Brasil y que en esa época eran toda una extravagancia, sobre todo porque tenían ‘marquillas’ metalizadas doradas, coloradas, blancas con verde y amarillo si mi memoria no me engaña.Arriba estaba el hall donde comíamos los chicos, los cuartos de las mujeres, los de los varones, la cocina, los cuartos de servicio, el lavadero, el cuarto de plancha y la terraza, la fortaleza donde nuestras fantasías podían desarrollarse ayudadas por la arquitectura de tanques, caños, puertas, canaletas, rejas, balaustres, etc. Cuando estábamos en la terraza no oíamos el timbre. Ni nos enterábamos si alguien venía hasta que nos llamaban a los gritos para que bajáramos a saludar. Pero en general, cuando ya anochecía, los ruidos bajaban los decibeles, la luz se iba escapando, y ya nos habíamos bañado, puesto los piyamas de viyella y las robe-de chambres de corderoy azul marino con las iniciales de cada uno, cuando nos habíamos peinado y lavado los dientes y antes de comer, entonces y sólo entonces era cuando oíamos las llaves en la puerta de abajo - sin darnos cuenta del aspaviento premeditado - y oíamos esas notas que, cincuenta años más tarde todavía recuerdo y son mi deleite. Fü fü fï füfú Fïï!!!!!
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario