"¿Cree usted que si lo pudiera decir con unas cuantas palabras, me tomaría el enorme y brutal trabajo de bailarlo?" (Isadora Duncan)

sábado, 9 de noviembre de 2013

El orden de los factores no altera el producto

Recién apenas siento que me volvió el alma al cuerpo, después de haber tenido la dicha de haber podido romper con todo por un rato largo, de haber sanado heridas, pero también la mente y el cuerpo, cuando sucedió algo que me hace creer en cosas que habitualmente niego: la suerte. Será posible que las cosas me salgan a pedir de boca?  La sobreadaptación a las inclemencias de la vida, me hace sospechar que la buena fortuna me sea propicia.

El hecho es que empecé a trabajar con una anciana dama, casi centenaria. Lady E. tiene 98 años. Es esbelta, ha sido más alta, aunque camina un poco encorvada, pero se adivina su vida regia, muy educada en el mejor de los sentidos. Su trato es elegante, interesante, y su cabeza funciona a la perfección, aunque como ella declara, se olvida algunos nombres o le cuesta recordarlos rápido. Pero siempre lo intenta y lo consigue, más temprano que tarde.

Tiene el pelo lacio, abundante y canoso, peinado hacia la izquierda. Sostiene el mechón con una hebilla de esas que hacen “clac’ al abrir o cerrar. Usa un sweater de puro cashmere algo apelmazado y con manchas, un pañuelo de twill de seda ajado y deshilachado, un cinturón con una ‘H’ dorada y reveladora. De esas que hablan de plata vieja. Casi no ve y oye poco.

Al llegar al lugar de la cita recuerdo cuántas veces pasé por esa esquina y miré esa casa. En relación a las otras del barrio, ésta se ve un poco ajada. Le falta mantenimiento y lozanía. Las otras casas están pintadas y enduídas y tienen jardines más verdes, veredas más limpias y sin graffittis en los muros.

Toco el timbre y aparece la figura del chofer, inmenso y alto, afable y cordobés. Oír el acento cordobés me da tanto placer como oír hablar francés, italiano, o inglés con algún acento que no sea el norteamericano. Abre la puerta de servicio y subimos cuatro escalones hasta el ascensor. Pulsa el botón de Planta Baja. El ascensor no por viejo anda menos bien. Por un pasillo llegamos a una serie de salones: el ‘Drawing Room’, el Living y la biblioteca.  Son ambientes enormes, con techos altísimos, esos que ya no se ven más, salvo en museos.  Las ventanas son magníficas y altas y dejan entrar la luz verde que se transparenta por los plátanos de la calle. Pero está oscuro y cuando las pupilas se dilatan para acomodarse a la luz tenue, queda evidente el estado de descuido general.  Un descuido que es casi ruinoso. De las paredes cuelgan metros de cortinados pesados de colores que alguna vez fueron amatista y jade. Extrañé la presencia de más muebles grandes, de esos que traían en barcos en los años en que los argentinos esnobeaban a los británicos y éstos comían de nuestras manos. Hay muchas pinturas muy buenas pero intuyo que también habían algunas mejores aún. Una colección de porcelanas, sin embargo, desplegada a lo largo de todas la recepción, me iluminó el día. Gallos, perros, damiselas, relojes… Un botín que hasta emocionaría al anticuario mas flemático.

En un sillón, como olvidado, despreciado y objeto de perplejidad, yacía sentado una pieza de arte óptico-cinético que levantaba el promedio de edad de la fabulosa colección. Aún cuando desafiara el criterio del potencial curador. El mismo efecto produce un canapé modernista, tapizado en furioso terciopelo anaranjado. El definitivamente atrevido criterio curatorial quedó consagrado con una cómoda laqueada de fucsia luminoso, parado contra una pared en el ala privada del norte.

Es de las experiencias cuyos  estímulos iluminan las  zonas más felices  de mi cerebro. Las mismas que se activan cuando estoy sumergida en la naturaleza o atravesando aventuras que me llenan el alma.


http://www.youtube.com/watch?v=OfJRX-8SXOs

1 comentario:

Rob K dijo...

Una fascinante descripción. En cuanto a la suerte, casi siempre está ahí, pero sólo para el que la sabe ver.