“Qué tarada que es la mina del ramo”,
pensó. “No sabe cuáles son las peonías. Qué clase de mina que hace los ramos no
sabe cuáles son las peonías. O sea, si se vende como que es la mina que hace
los ramos top, no es posible que no sepa cuáles son las peonías. Es que no
tiene ni idea. Qué boluda. ¡Además con lo que cobra! Y me quiere poner rosas.
Las rosas son lo menos. No entiendo. Y ahora qué hago. Ya sé, le voy a encargar
a Bea, que es gente como uno y entiende la diferencia. Y seguro tiene”.
Elenita siguió caminando mientras buceaba
su bolso en busca de su teléfono. Odiaba tener que multitaskear. Caminar y
buscar el teléfono no la dejaba pensar. Además se mareaba. Y se ponía
histérica. “¡Qué mala leche!”, pensaba. Cuando se ponía nerviosa, la relajaba
putear. Y además le salía el acento madrileño.“¡Que me cago en la leche!”,
repetía, inspirada. “¡Que me cago en los muertos! Que dónde he metido el
portable”. “Ni modo”. Cortó por lo sano: se hincó en el medio de la vereda de
la sombra de Parera y dio vuelta la cartera. Total el teléfono tenía forro de
silicona. “¡Uy! Tengo que comprar forros. Debería ir al Disco. Espero no
encontrarme con nadie!”, repasó mentalmente. Justo cuando había terminado de
dar vuelta la cartera oyó el ‘ringtone’
personalizado que repetía, como un mantra o una letanía: “I can never belong to
you”. The Kings of Convenience siempre la ayudaban a volver a encarrilarse.
Porque era de las que se descarrilan con facilidad. Y él ya tenía dueña.
“Puto”, pensó por enésima vez.
Su superyó era tan grande y tan real como
Superman. O últimamente lo había ilustrado como Metroman, el de Megamind. Era
fuerte, lustroso y poderoso, pero en el fondo era un flacucho débil y azul que
no sabía qué hacer de su vida. Lo mismo le pasaba con su novio. Era alto,
fornido, lustroso, lustroso su pelo, lustrosos sus músculos, sus ojos y sus
labios. Pero luego después estaba este otro. El flaco con ojos soñadores y
celestes, de los miembros y dedos largos, que tanto le gustaban. El de la boca
algo dura sobre todo al pronunciar la “y” el que la llamaba justo en los
momentos de debilidad, como si los oliera, el que justo estaba cerca
cuando se estaba por caer de bruces, el que llegaba a tiempo para darle un
pañuelo antes del estornudo, ése era el que la llamaba hoy y ahora, el día en
que se casaba para siempre con su novio de toda la vida. Su educación, su
tribu, la imagen de su madre ahora muerta, lo que ella pensaba que pensaban sus
amigas, todo absolutamente todo le lanzaba una admonición imaginaria a la cual
ella respondía con ese grito mudo dentro de su cabeza que la dejaba sorda de la
fuerza que hacía por salir: “la carne es débil”, se decía una y otra vez,
esperando que ese lugar común hiciera las veces de una validación que,
aunque falsa a todas luces, le acallara la culpa de lo que había venido
haciendo en el último año en que se había comprometido.
No alcanzó a atender el teléfono, pero
mientras deliberaba interiormente, la despertó la misma canción y respondió
automática y atolondradamente: “En Parera y Guido”. Caminó impulsada por la
energía mitad culpa mitad excitación hasta Guido y Callao donde vio la
camioneta mal estacionada con las balizas prendidas. Se subió de un salto de
alegría y el “Hueso” no perdió tiempo, puso primera y devoró la distancia entre
la parada en contravención y el departamento de Elenita.
Ella estaba terminando de vaciarlo para
mudarse al de Marcos, que, claro, era más grande. Pero el de ella tenía un
encanto especial. Era prolijo y a la moda. A lo largo de los años había desarrollado
un estilo de decoración que era el espejo de su personalidad: alegre, canchero,
moderno, y emanaba una buena vibra que sus amigos amaban y siempre admiraban.
Ahora estaba casi vacío y totalmente
desangelado, pero a ella esto la ayudaba para hacer de cuenta de que, lo que
estaba por hacer, iba a ser, idealmente, por última vez.
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